—Le esperan —dijo el inexpresivo cadete. Su conjunto azul marino hacía juego con las lunas bajo sus ojos.
—Sí, ya voy —respondió Paolo, sin despegarse de la ventana.
La embarcación se agrandaba poco a poco. El informante esperaba en el umbral, con la respiración agitada tras subir los casi cien escalones. Somos cincuenta por ciento agua; luego, a tragar saliva. Nunca falla.
Paolo despertaba, iba directo a la cafetera. Desayunaba, directo al televisor. Dormía, vuelta al televisor. Si hacía calor, directo al ventilador. Si hacía mucho calor, directo a la playa. Esa era su rutina, salvo una semana al mes, cuando recibía el crucero de la Ruta del Aceite. Cada peldaño resonaba como las perforadoras en el tajo abierto, allá arriba en la montaña. Los ecos dentro de ese cilindro verde oscuro rebotaban con fuerza dentro de su cráneo. La primera vez que vio el crucero, pensó que parecía un pepino gigante. Hoy, el chiste ya no le hacía gracia, aunque nunca faltaba en su guion. Nunca fallaba.
El despliegue de anclas, ese pesado apéndice del barco rompiendo la superficie del mar, y la plataforma-pasarela chocando con el muelle anunciaron el inicio del espectáculo. Paolo inspiró profundamente y empujó la puerta metálica.
—Un fuerte aplauso a nuestro Guía del Desierto —anunció un alto, flaco y joven marinero. A su espalda, los turistas descendían por un tablón de madera. La multitud se arremolinaba en el puerto, cámaras en mano derecha, botellas en mano izquierda, protegidos bajo sombreros de ala ancha y lentes oscuros de diseñador. Paolo ajustó su sombrero de paja con el logo de la empresa (una aceituna partida a la mitad) y sonrió con profesionalidad. Sabía exactamente qué decir, cuándo hacer una pausa para añadir dramatismo, cuándo darle golosinas de oliva a los niños. Todo para mantener el interés de su audiencia.
—Bienvenidos al corazón del desierto —dijo, extendiendo los brazos hacia el vasto paisaje árido que los rodeaba. Sus mangas dejaban entrever parte de un largo tatuaje: ramas de olivo con aceitunas de color arcoíris.
—La Tierra, igual que nosotros, tiene dos arterias: verdes y azules. Pero desde aquí solo podemos ver una —señaló el horizonte de azul salado—. Una que nos conecta con ustedes. Disimuladamente, pasó la mano por los turistas, como todo un rockstar.
Mientras hablaba, sus ojos se desviaron hacia las montañas detrás del pueblo. Imponentes cerros cordilleranos otorgaban sombra para que la arena no calcinara los pies. Las mujeres de mayor edad no caían en su encanto; continuaban abanicándose con los sombreros o cubriéndose con sus pañuelos de seda en tonos terracota, indiferentes. Si no quieres sudar, ve al sur… o a tu lujoso penthouse con aire acondicionado. Pero en este rincón olvidado por los dioses del sol, Ra, Helios, Odín, Utu, Inti, Sué. Paolo tenía un listado memorizado para apaciguar las inclemencias del astro. Historias ancestrales que hoy servían para distraer a los turistas de los opresivos rayos solares.
El grupo empezaba a moverse, impaciente, distrayéndose con los vendedores ambulantes que amenazaban con robarle el estelar a Paolo. Los llevaría a través del pueblo hasta las plantaciones de olivos en la montaña. Paolo caminaba al frente, pero su mente vagaba. Las casas de adobe pasaban a su lado, algunas con fachadas pintadas de colores brillantes, otras exhibiendo el desgaste de los años y la incansable sequía. Los habitantes observaban desde las sombras. La población se dividía en dos: quienes saludaban tímidamente cuando las cámaras los pillaban desprevenidos y quienes evitaban a toda costa el contacto. El sol desquiciado se reía sin nubes en el horizonte. Intentos de senderos conducían a antejardines de pequeñas plantas flojas. Los turistas más avejentados arrastraban las piernas como esclavos en el éxodo.
—Me imagino que ya notaron lo seco que está.
Unos cuantos rieron, pero la mayoría parecía ofendida por la inclemencia del ambiente.
—Así es el clima perfecto para cultivar olivos —dijo Paolo, recitando de memoria—De primavera a otoño, todo lo que sea necesario. Se abrirá la tierra antes de que el río verde se cierre.
Un niño pasó corriendo, levantando una nube de polvo. El calor sofocante generaba ríos de sudor bajando por la espalda de Paolo. Ya no queda vino. Ya no quedan milagros. Tras el niño corría una joven de cabellera negra y enmarañada, que, al pasar por el grupo de turistas, algunos sorprendidos y otros un poco molestos por su intrusión, bajó la velocidad y dio unas señales de disculpa con la cabeza. Pero Paolo pudo ver en su mirada un profundo desprecio por aquellos extranjeros.
Llegaron al pie de la montaña, donde las extensas plantaciones de olivos ya verdeaban las terrazas entre las diferentes tonalidades terrosas. El guía se detuvo y dejó que los turistas tomaran fotografías. Una vez más, su mirada se perdió en el horizonte. Hoy el aire no perdona, el polvo prenderá el mismo infierno de Dante. Esto no es vida. Uno de los turistas interrumpió sus imaginadas lenguas de fuego abriendo la tierra.
—Disculpe, ¿hay algún lugar donde podamos conseguir agua?
Paolo asintió.
—Más adelante, llegando a la almazara, están los “pozones del desierto”.
La pareja de turistas escandinavos volvió a su grupo, intercambiando miradas curiosas. Paolo pensó en el día que llegaron a llenar los pozones: la cura a la sequía.
Continuaron el ascenso. Las ruinas de antiguas construcciones aparecían entre los árboles esqueléticos, reacondicionadas ahora como paradas de observación para los visitantes. Se detuvieron frente a dos pilares, que a la distancia eran como dos cigarrillos plantados en la arena, pero al acercarse brotan los vestigios de muros de una antigua fundición. Mientras recorrían el sector, algunos buscaban sombra en los bajos arbustos y otros intentaban escalar las chimeneas. Paolo pensaba en el agua y en cómo muere de sed. Vienen por aceite y no son capaces de traer una mísera copa de vino. Criminales, ladrones pagando sus condominios con botellas de aceite.
Dos visitas al mes, dos grupos en una semana. Mientras uno hace el árido éxodo, el otro se queda disfrutando de las piscinas artificiales y casinos de lujo.
—Sigamos —gritó Paolo.
Avanzaron a la última parada antes de la almazara: los pozones del desierto.
Entre nubes de polvo y enanas cactáceas, se hallan docenas de pequeñas lagunas con bordes de intensa y verde vegetación. Cada laguna con su palmera. Auténticos oasis.
—¿Es apta para beber? —preguntó una anciana, con su rostro apenas visible bajo un gran sombrero de ala.
—Por supuesto —dijo, indicando con el brazo—, vayan.
Fascinados, hundían sus botellas en el agua cristalina, refrescándose, salpicando, vertiendo sobre sus coronas. Pero también había otros más desconfiados, que esperaron ver los efectos. La misma pareja escandinava que había preguntado antes se acercó:
—¿Cómo lo hacen? —dijo con pesado acento—. ¿Cómo lo hacen para tener?
Paolo esperó que el grupo se reuniera para empezar uno de los discursos más importantes de la jornada.
—Hace mucho tiempo, cuando todo ya estaba más que seco y la esperanza curtida por el polvo, la industria de las almazaras llegó para revivir el paisaje —pausó dramáticamente mientras los traductores hacían lo suyo—. Junto con los molinos, crearon lagunas potables artificiales con un sistema de jardín y oxigenadores alimentados con luz solar, para así crear los mini-hábitats que vemos aquí, además de supervisar la calidad del agua antes de cada visita.
—¿Y por qué no hay más de estas lagunas camino al pueblo? —preguntó una niña. Las gotas de agua aún corrían en sus labios y manos.
—Hay que seguir, que falta poco —dijo Paolo, haciendo como que no oyó a la pequeña.
En la almazara los recibieron con una degustación de aceites y productos locales preparados con aceite artesanal. Paolo se apartó un segundo, necesitaba respirar. En el pueblo aún no levantaban el árbol de Navidad en la plaza, pero en el molino todo estaba decorado con guirnaldas y muñecos de nieve de plumavit.
—Gracias por la ayuda —dijo uno de los garzones al pasar junto a él.
Cargaba un cajón con pequeñas botellitas de muestra, obsequios para los turistas.
—Recuerda que no debes cargar peso de más —respondió Paolo, forzando una sonrisa.
—Traigan agua, mijo, agua porfa, que el camión llega cada tres días.
—Si quieren, nos pueden ayudar a regar —dijo Paolo a los turistas, que se acercaban curiosos a los árboles de olivo.
—¿Con este sol? —exclamó una mujer española, abanicándose con su sombrero—. No, gracias, que cualquiera de estos días caigo muerta.
Y qué mejor abono, pensó Paolo.
—Ese ventilador solo reparte polvo —agregó sarcásticamente un hombre, señalando un pequeño aparato encargado de simular la brisa.
—Me gusta el polvo —dijo Paolo—. Aquí no nos queda de otra.
El grupo rió entre sí.
Se dirigieron a la sombra de la terraza, mientras los turistas seguían con su “experiencia auténtica”. Paolo los observó un instante. La Tierra, igual que nosotros, tiene dos arterias… arterias verdes y azules… todo es un tema de profundidad, señoras y señores…
—Disculpe, señor…
Paolo sintió un leve tirón en la manga. Era la misma niña que antes había preguntado sobre las lagunas. Se arrodilló para quedar a su altura y escucharla.
—¿Qué había antes aquí, antes de que plantaran olivos?
Hace demasiado calor para pensar de más… Paolo no pudo evitar recordar los tiempos de los viñedos de su abuelo: cómo corría entre esas pasarelas verdes durante la cosecha, el aroma dulce que inundaba el aire durante la época de exprimir la uva. Y también pensó en cómo, con unas cuantas lagunas más, la región podría volver a portar esa medalla dorada del vino, además del aceite.
Quizás también las flores, esos colores lilas, rosados y amarillos capaces de doblegar la aridez de la arena…
—Mira, tu frente, te corre el sudor —dijo sonriendo. Sacó de su bolso una pequeña botella de agua—. Toma, no queremos que te dé un golpe de calor.
La niña agradeció y corrió de vuelta con su familia. Paolo se vio a sí mismo corriendo por aquellas mismas tierras, ansioso por mostrar alguna araña pollito o alguna flor extraña.
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