Una fuerte ventisca azotaba los decadentes parajes de los restos de la civilización industrial, como ruinas de rascacielos y cicatrizadas calles pavimentadas, cubiertos por milenarios glaciares.
En medio de aquella desolación, cabalgaba Gerta, una joven albina perteneciente a las últimas generaciones de terranos. Con sus harapos cavernícolas como vestimenta, era imposible paliar el frío que devoraba su cuerpo. Cargaba un abultado equipaje en su estrambótica montura: un titanis, colosal ave retornada de la extinción, su única compañía en la nueva glaciación que azotaba al planeta.
Gerta tenía clara su misión: hallar algo de comida para su moribunda aldea, como única integrante que cumplía las mínimas condiciones físicas para aventurarse en un peligroso mundo glaciar, frente a una comunidad compuesta solo por niños raquíticos y ancianos enfermos. Una descomunal masa de carne peluda reavivó sus esperanzas. ¡El cadáver de un mamut! Podría alimentar a su aldea por un mes. Gerta desmontó del ave prehistórica y, con ansiedad, buscó las herramientas en su equipaje para rebanar al difunto paquidermo y almacenar toda la carne posible. Su deleite no duró mucho…
Fugaces sombras de ojos rojos brillantes emergieron de la oscuridad. Cuando se aproximaron, la terrana descubrió la identidad de los espectros que la acechaban: una jauría de esmilodontes. La joven observó con terror a los gigantescos tigres, que enseñaban sus largos incisivos, y maldijo el retorno de toda aquella megafauna pleistocénica, que debió permanecer sepultada en la prehistoria, pero que retornaba al futuro para disputar el planeta a los humanos.
Dos esmilodontes saltaron sobre el titanis, que lanzó un grito agudo antes de morir estrangulado cuando uno de los felinos rompió su garganta con su hocico. Un grupo de tigres se lanzó a desgarrar el cuerpo del ave, pero la mayoría continuaba concentrada en la terrana. Gerta no comprendía si buscaban arrebatarle el botín del mamut o querían su propia carne.
Sacó el cuchillo carnicero para defenderse. El primero en atreverse a atacar fue un esmilodonte que saltó sobre la mujer. Gerta lo esquivó, pero el depredador logró incrustar sus dientes en un costado de su vientre.
Cascadas de sangre emergieron de su cuerpo. El tigre, con el hocico manchado de rojo, se preparaba para volver a asestar la mordida de la muerte en la garganta de Gerta, pero, instantáneamente, se pulverizó, convirtiéndose en cenizas. La terrana logró divisar torbellinos de fuego que devoraban a los esmilodontes; los sobrevivientes huían como gatos asustados. Luego cerró los ojos, se precipitó en la oscuridad y se desplomó sobre la nieve. Dos misteriosas figuras se aproximaron.
Gerta abrió lentamente los ojos. Se encontraba en una caverna; dos figuras prominentes la observaban fijamente. Uno era un joven entrado en la veintena, el otro, un anciano de barba enmarañada. Ambos vestían túnicas y gruesos abrigos; estaban rapados. Su piel morena y sus ojos cafés espantaron a Gerta, que solo conocía humanos albinos, como todos los terranos.
Cuando intentó escapar, notó que estaba demasiado débil para moverse. Sin embargo, se dio cuenta de que la hemorragia de su herida estaba completamente cauterizada y cicatrizada. No se explicaba cómo, en medio de un entorno salvaje, había sido operada de forma tan sofisticada. No cabía duda: los dos individuos frente a ella eran los responsables.
—Maestro Noel, ¿es una terrana? —dijo el joven, entusiasmado—. ¡Extraordinario!
—¡Aleksei, silencio! —regañó el anciano—. Vas a asustarla. Perdona a mi aprendiz, es un poco ansioso. Mi nombre es Noel y este joven es Aleksei.
—Gracias por curar mi herida y salvarme de los esmilodontes. Soy Gerta… Eh… ¿ustedes son celestiales? —preguntó Gerta, nerviosa.
Gerta escuchaba frecuentemente historias sobre los celestiales, seres mitológicos que habitaban islas flotantes en el cielo, donde habían logrado construir avanzadas civilizaciones. Pese a que muchos afirmaban haberlos visto, para la mayoría de los terranos eran solo un mito.
—Pero… somos demasiado distintos. Pensé que los únicos humanos existentes éramos los terranos.
—Ambos somos humanos. Terranos y celestiales provenimos de un ancestro común: los Homo sapiens sapiens de la era industrial. Déjame explicarte.
Aleksei sacó un grueso y roñoso libro de su equipaje y extendió una hoja desplegable con una ilustración. En ella aparecían dos hombres: uno vestía una túnica y el otro, un traje de gala; en medio de ambos, un sol.
—Hace más de dos mil años fuimos una única especie, pero seguimos líneas evolutivas divergentes debido a una anomalía climática que la extinta civilización industrial denominaba “calentamiento global”. Este fenómeno fue provocado por la apabullante emisión de gases de efecto invernadero y otras prácticas abusivas de nuestros ancestros, quienes priorizaban un estilo de vida ostentoso a costa de la destrucción del medio ambiente.
»Las consecuencias fueron el aumento de la temperatura del planeta, el deshielo de los casquetes polares, la elevación del nivel del mar y un puñado de islas desérticas que reemplazaron a los antiguos continentes, ahora sumergidos. La humanidad se vio obligada a emplear un sistema de energías renovables a gran escala y adoptar medidas ecológicas extremas para revertir esta situación. Lo logró, pero…
Aleksei cambió la hoja y mostró a Gerta una ilustración de gigantescas islas flotantes mecánicas que levitaban sobre las nubes.
—Se formó una disputa entre la humanidad: aquellos con un espíritu consciente, que aspiraban a mantener estas medidas ecológicas de forma permanente, y la gran mayoría, que solo priorizaba su egoísta y opulento modo de vida consumista basado en el uso de energías convencionales. Estos últimos afirmaban que el calentamiento global ya era cosa del pasado y que se debía retornar al contaminante estilo de vida tradicional. Fueron ellos quienes lograron imponer su criterio en el planeta.
»Los derrotados ecologistas sabían que una segunda catástrofe climática se aproximaba, así que decidieron construir islas en el cielo llamadas ofiucos, que flotaban con energía solar. Emigraron allí junto a sus familias y practicaron un modo de vida casi monástico, basado en el uso de energías renovables como la solar, eólica y biomasa, además del desarrollo de prácticas sustentables como el cultivo orgánico, el compostaje y una dieta natural con poca carne, entre otras.
—Comprendo. Los humanos que permanecieron en la Tierra, manteniendo el estilo de vida inconsciente y contaminante, se convirtieron en los terranos… nosotros. Y los humanos que se marcharon a vivir a los ofiucos, practicando estilos de vida equilibrados y naturales, evolucionaron en los celestiales… ustedes —concluyó Gerta.
—¡Exacto! No podría haberlo explicado mejor —sonrió Aleksei—. Los celestiales somos morenos y robustos porque estamos expuestos con frecuencia a la energía solar y seguimos una dieta que nos proporciona todos los nutrientes. Mientras tanto, los terranos son albinos y delgados porque las frías temperaturas extremas de la superficie terrestre han disminuido la melanina en su organismo y no pueden hallar todos los alimentos necesarios en este ecosistema glaciar.
—Pero la historia no concluye aquí —continuó el anciano Noel—. Pasaron los siglos, la temperatura del planeta disminuyó y entró en una nueva glaciación. Los aparatos tecnológicos y las prácticas contaminantes de los terranos no lograron combatir este invierno milenario. Sumado al efecto de la radiación producto de la contaminación y las constantes guerras, su nivel de vida se deterioró. La población fue mermando, muriendo por enfermedades y conflictos; la civilización capitalista industrial se derrumbó y sus restos fueron cubiertos de hielo y nieve.
»Sus hijos, que bailaban en un eterno progreso materialista, degradaron su existencia a modos de vida arcaicos, similares a los de las comunidades neolíticas, junto al desafío de convivir con la megafauna del Pleistoceno que, por causas desconocidas, retornó a la Tierra. Claramente, la Madre Tierra y la Historia nos dieron la razón. No es soberbia, es la verdad.
—No lo niego… soy la prueba viviente de que los terranos tomamos el camino equivocado —dijo Gerta, taciturna, mirando al suelo—. Su eco-civilización ha resistido perfectamente la glaciación porque crearon un sistema donde prima la convivencia con la naturaleza y el uso eficiente de energías renovables. Y no solo eso, también lograron desarrollar una tecnología avanzada; con pocos implementos pudieron operarme y salvarme de una herida mortal.
»Al contrario, nosotros solo pensamos en las ganancias y en la competencia. Tal vez merecemos morir de hambre, congelados o devorados por esas bestias…
—¡Jamás! Celestiales y terranos somos hermanos —dijo Aleksei, tajante—, ¡y nunca dejaremos morir a un hermano! Todos cometemos errores, nosotros también lo hicimos. Ahora tendrán otra oportunidad de prosperar, pero de la mano con la Madre Tierra y el Padre Sol.
—¿A qué te refieres? —preguntó Gerta, extrañada.
—Somos exploradores de una isla ofiuco —respondió Noel—. Nuestro deber es buscar a los terranos sobrevivientes para conducirlos a los ofiucos e instruirlos en nuestro modo de vida sustentable. Ahora debes partir con nosotros.
—No puedo. En mi aldea morirán de hambre y congelados… Prometí llevarles comida.
—Descuida, hay otros exploradores de los ofiucos buscando y recogiendo a los terranos sobrevivientes de las aldeas —la tranquilizó Noel.
—Pero esas islas están en el cielo… ¿Cómo llegaremos? —preguntó Gerta.
—Despreocúpate, estamos encima de un círculo de teletransportación que construimos en esta caverna. Nos llevará a un ofiuco —indicó Aleksei—. Funciona con energía solar. ¡Prepárate! ¡Estamos a punto de partir!
Una luz incandescente brilló bajo los pies de los presentes y los engulló hasta hacerlos desaparecer.
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