En La Zona, el agua era solo un recuerdo. Se hablaba de este vital líquido como si fuera un mito, un espejismo que solía llenar estanques y permitía la vida en la tierra. Cada amanecer, las mujeres de la comunidad se reunían en la casa central, donde un pozo seco se alzaba como un monumento a la ausencia.
La Zona había sido un refugio, un experimento que buscaba un nuevo comienzo. Muchos años atrás, las mujeres huyeron de un mundo con escasez de todo tipo y construyeron este lugar en medio de una planicie árida.
Lía, era la encargada de la distribución. Esto parecía más un castigo que un honor. Cada semana, ella decidía cómo repartir las últimas gotas almacenadas en los depósitos subterráneos. Nadie cuestionaba sus decisiones.
Una mañana, mientras revisaba los niveles del último depósito, Lía notó algo distinto. El medidor menos agua de lo habitual. Al abrir la compuerta para inspeccionar, encontró que el agua había desaparecido. La situación era grave así que decidió contárselo a la anciana.
—¿Cuánto queda? —preguntó la anciana.
—Una semana.—respondió Lía.
El silencio fue abrumador, como si la ausencia de agua se reflejara en la sequedad de sus palabras. Lía escuchó un murmullo, apenas audible. “El río”, dijo una voz.
El río era una leyenda que se contaba generación tras generación. Se decía que más allá de las montañas, donde el terreno se volvía más hostil, aún corría un hilo de agua. Pero nadie podía confirmarlo.
—Si es cierto, podríamos sobrevivir —dijo la anciana, clavando sus ojos huecos en Lía.
Lía sabía lo que eso significaba. Como líder era su responsabilidad buscarlo. No había otra opción.
Esa misma noche, Lía empacó lo poco que tenía: un contenedor vacío, un cuchillo oxidado, y un mapa viejo, trazado por manos que nunca conoció. Antes de partir, se detuvo frente al pozo seco. Metió la mano en su interior y sintió la aspereza de la tierra. “Prometo volver”, murmuró, aunque no estaba segura de a quién dirigía esas palabras.
El desierto era implacable. Durante varios días caminó bajo un sol realmente quemaba. Las noches eran frías, pero las estrellas del cielo le permitían orientarse. Cada paso le recordaba que su vida dependía de una esperanza vaga.
Siguió avanzando, y al caer la tarde escuchó un sonido extraño. Era un goteo, tímido pero constante. Aceleró el paso hasta que vio un hilo de agua brotando de una roca. ¡Era el río!
Se arrodilló junto al agua. Llenó el contenedor. Por un instante pudo sonreír. Pero la alegría se apagó cuando escuchó un ruido detrás de ella.
Otra mujer, con su cabello cubierto de polvo la miraba de frente. —No puedes llevártela —dijo con una extraña voz rasposa.
Lía sintió miedo, pero no retrocedió.
— La necesito para salvar a mi pueblo.
— Yo también —replicó la mujer, mostrando un cuchillo.
Por primera vez, Lía entendió lo que significaba el agua: no solo vida, sino guerra. Ambas se miraron en silencio, sabiendo que ninguna podía ceder.
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