Como les comentaba, la práctica de este “don” es similar a la meditación, es decir, intentaba controlar mi vida a través de la respiración. Ponía un espejo de cuerpo entero frente a mí, mientras en posición de loto inhalaba y exhalaba rítmicamente, pensando lo más concretamente en alguna figura. Muchas veces me interrumpían imágenes sexuales, demonios terroríficos, memorias de daños pasados, o toda la sarta de oscuridad que puedan caber en una vida humana. Pero no era contraproducente, ya que mi búsqueda correspondía con mirar directamente a la luz, dejando las sombras atrás. Pero, para cuando lograba dar con alguna forma determinante, ésta aparecía en el cristal reflectante; no así en el plano material que se encuentra fuera de su jurisprudencia: es decir, donde yo residía.
De este modo, pude hacer existir juguetes que había perdido cuando niño, como un tacataca en miniatura, una cuerda de saltar o una bicicleta. Elementos que habían forjado ciertos gustos en mis lóbulos cerebrales, como una impresión neuronal o una carga genética imperceptible; según mis especulaciones. Y en este acto era cuando aparecían materializados, distorsionados por la corrupción dimensional que se entrometía, en lo que yo suponía no eran más que deficientes destellos neuronales. Porque no pensaba que esto podía estar ocurriendo en la realidad, sino más bien, que estaba mal de la cabeza. Y esa culpa racional era la que hacía más daño, dejándome en un estado de neutralidad que no permitía desembarazarme de esta anomalía, al menos con mi gente más cercana. Esta revelación me ahogaba y en mi boicot ni siquiera me permitía ser un demente. Ni menos ser diagnosticado como tal por alguien más apto que yo.

Este nuevo viaje sería terapéutico, ya que habíamos decidido con un grupo de amistades ir a conocer el Salar de Maricunga. Llevamos varios gramos de la cosecha de hongos de Sergio, quien, con su compañera Felicia, tenía una curaduría enteógena que resaltaba la calidad de sus productos. En sociedad desarrollaban diversos elementos basados en drogas alucinógenas naturales, desde las setas psilocibe y amanita, como también ayahuasca, yagé, san pedro, peyote y otras plantas como el latué. Este era su hobby, pues tenían trabajos más tradicionales, como la fotografía o la ingeniería; pero eran, dentro de su estirpe, la mejor clase de chamanes urbanos. Con el tiempo me había dado cuenta de que las mejores personas con quienes drogarse poco tenían que ver con la caudalosa verborrea de ciertas personalidades “iluminadas”. La gente que más habla de ciertos tópicos que no comprenden, repitiendo como monótonas máquinas artificiales mantras, me provocan alergias. Cuestión que era el mayor indicativo para alejarme de tal o cual persona. Lo había aprendido de pequeño, cuando algunos adultos me generaban estornudos, y esa sola condición hacía que, en mi indefensión de pequeño humano, mis tutores alejaran de mi presencia aquellos seres tóxicos, sin meditar en el bien que me hacían con sus cuidados. Hasta el día de hoy lo agradezco. El grupo lo completábamos Rafael, su amiga Pilar y yo.
Rafael había viajado el último lustro por varios continentes, pero aún le restaban dos para pararse en todos. Venía a recargar baterías y pagar una deuda con su comunidad. De eso nos enteraríamos durante el viaje de ida a las jornadas enteógenas. Era una buena historia para escuchar y de un modo u otro, nos incluía a todos quienes estábamos presentes en aquella noche de las apariciones. Pilar era la mejor amiga de Rafael, quien aprovechó este viaje para conocer, descansar y pensar en cosas que no podía descifrar en la ciudad. Era una mujer hermosa, con un peculiar brillo en su mirada, que contrastaba con su reticencia a guardar el contacto visual por mucho tiempo. No es que ocultara algo, al parecer era su forma de ser. Algo que la antecedía, una sabiduría perdida tal vez. A mí me atrajo de inmediato.
Pudimos llegar al mismo Salar de Maricunga gracias a los contactos de Sergio, quien gracias a su afición por las montañas tenía llegada a ciertas zonas geográficas desconocidas para gran parte de la población. Se había liado con algunas comunidades que intentaban rescatar antiguas rutas de trashumancia cordillerana, así que había mapeado la zona arriba de animales. Caballos, burros y mulas llenos de arneses y aparatos tecnológicos habían trazado el camino, apoyados con la triangulación de satélites y los avances en la inteligencia artificial que potenciaba el GPS. Esta labor le había tomado medio semestre, pero casi una década de conversaciones con las antiguas organizaciones indígenas. Pese a todo, lo había logrado, traduciendo más del 90% del relieve de Los Andes atacameños. Al menos, en el mundo virtual, porque en nuestra realidad había recorrido poco más de un tercio de todas estas rutas. Pero gracias a esta enciclopedia orográfica a la que teníamos acceso, pudimos acercarnos sin contratiempos a uno de los tantos oasis del altiplano. Nos sentíamos agradecidos, ahora que disfrutábamos armando un pequeño campamento en la blanca mañana de albedos cristalinos, donde la superficie reflectante del litio y otras formas mineralógicas, nos mantenían flotando como espectros en el desierto.

Durante mucho tiempo me puse a practicar frente a superficies reflectantes de todo tipo, donde podía ver mis ideas manifestarse en intrincadas formas, que respondían a ciertas manifestaciones físicas de la luz. O eso es lo que alcanzaba a entender, gracias a mis lecturas indisciplinadas sobre partículas elementales y el comportamiento de los fotones. Como también mis devaneos incandescentes por la física cuántica, donde no entendía nada, pero agradecía a los cientos de YouTubers que me hacían comprender algo que escapaba a mis herramientas intelectuales. Los seguía en sus canales, les hacía preguntas en foros virtuales y se convirtieron en mis nuevos pedagogos, quienes estaban a la altura de su tarea como difusores científicos. Pero seguían siendo mis proyecciones frente a sus respuestas lo que me tenía a mal traer, un tanto asustado y pensando que quizás debería someterme a terapias psiquiátricas o psicológicas, antes que andar desentrañando laberintos cretenses. Porque lo que experimentaba no tenía una urdimbre clara, al menos para los sesudos planteamientos científicos. Pero existían otras teorías, más bien conspirativas o seudocientíficas, que rayaban en la paranoia y estaban repletas de mentiras que terminaban por darme la razón; lo que hacía que mis elucubraciones se sintieran aún más insanas.
Porque la manifestación de mis pensamientos en forma física sólo se podía emparentar con ciertas anomalías extradimensionales, provocadas quizás por accidentes electromagnéticos, o perturbaciones de radiación cósmica. Quizás una potente marea solar, o el inclemente acecho de radares y cuanta basura espacial que repleta la atmósfera podrían aportar respuestas. Pero bajo estos contextos científicos, todo era experimental, e intentar mantenerme actualizado en los avances de la mecánica cuántica, por ejemplo, era un desprovecho crónico para un neófito como yo. Aún así, me suscribí a la revista Science, quienes me agregaron a su lista de correo. Y todos los días revisaba las diversas investigaciones acerca de la luz y el comportamiento de los fotones, como de las tantas otras partículas que componían el fenómeno. Pero nada parecía coincidir con mis experiencias.
No conversaba de esta obsesión con mis amistades, o no al menos como algo que sucediera en realidad, así que lo explicaba a través del tamiz de la ciencia ficción. Nunca había sido fan de esos relatos, y no creo que ahora lo sea tampoco, pero la única forma de comentar lo que vivía, sin sentir que podía terminar ahogado en un ataque de pánico o en una institución psiquiátrica, era disociarme de mi realidad. Así fue que me inventé historias de ficción para relatar esta afección psicosomática, la que circunscribía a una anomalía neuronal, a pesar de que la evidencia empírica me dijera cosas diametralmente opuestas.
La primera vez que me pasó no lo tomé en cuenta, porque estaba muy intoxicado con hongos y no entendía mucho la verdad. Cuando alcancé a comprender algo, pensé que, si seguía mirando esa proyección, terminaría vomitando. Algo simple como un vértigo que después se transformó en una memoria genética de algo que quizás aún no había vivido, o al menos, que no había vuelto consciente. Sentí mucho esa vez, y no se me ocurrió pensar que alguien más podía estar viendo esa figura ‒¿imagen?, ¿holograma?‒ que escurría desde mis pensamientos y se forjaba material, pero de un modo demasiado original. Al menos para mí y mis sensaciones.

Era similar a una gelatina, pero no… era una sustancia que no podría describir. Cuando sentía que perdía la propiocepción de mi cuerpo se abría una nueva dimensión, como una cortina de humo que se estira y en su desplazamiento acelera fotones, juega con ellos, y deja su huella de fosfeno instalada en mi retina. Como no podía evitar el juego óptico de las luces impactando mi cerebro, sufrí una pequeña conmoción hacia un estado catatónico o de extrema relajación. Porque me costaba moverme. Y así me volví espectador de mi existencia, como un mago hipnotizado por su propio juego de espejos.
Eran palabras lo que me hacían invocar estos hongos. Conceptos que dictaba en voz baja a alguien que ya no estaba, porque, aun así, no quería quedarme con tan valiosa información. Inmerso en el delirio escuché un gritó de regocijo. Se sintió vertiginoso en mi columna vertebral, culminando con una sonrisa cosquillosa ante la visión de la alucinación. Porque hasta el momento, así clasificaba la experiencia, como un efecto enteógeno del viaje con setas mágicas. Pero algo colectivo en este estado primordial lo volvía aún más complejo, tanto así, que tuve que recordar cómo respirar.
Inicialmente esto no es más que el efecto psicoactivo producido por la ingesta de un par de gramos de psilocibe cubensis, intentaba explicarme. Pero si hago un esfuerzo sináptico, recuerdo el chillido de regocijo en las otras personas reunidas, como una certera señal acústica de la aparición de algo que yo mismo negaba; y que, en su materialización, se volvía hacia observadores masivos. Era similar al impacto que provoca despertar saltando sobre una cama, al soñar que se cae; o sentir la abducción de presencias innominales que apresan nuestro cuerpo al colchón, invirtiendo nuestras coordenadas geográficas y dejándonos pasmados. No entendí de inmediato lo que me pasaba, y aún lo procesaba cuando un sonido detonó algo en mi inconsciencia. Con los ojos bien cerrados vi un reflejo al interior de mis párpados, que asociaba a una gelatina que vibra sin gravedad, con la textura de una vejiga transparente que va enriquecida con minerales de distinta estofa. Mi proyección mental quedó encapsulada en el continuo espaciotiempo, permitiendo que otros espectadores se hicieran con esta materialización.
—¿Lo viste? —me preguntó directamente Pilar, a mi derecha, pero yo seguía con los ojos cerrados.
—Por ahora no veo más que mis párpados por dentro ‒le respondí en un tono muy bajo, como si no quisiera salir de una meditación largamente anhelada.
Por su parte, ella sólo exclamó: “¡Oooh…!”.
Cuando abrí los ojos no dije nada, aunque por dentro temblaba. Pero fuera de mi esa vibración iba en perfecta sincronía con el cuerpo físico que me envolvía. Me desvié de un diálogo al que no quería pertenecer y me puse de pie; tomé mis cosas y me encerré en mi carpa. Por el resto del viaje no emití sonidos. Luego, me perdí por varias temporadas en el infierno. Había reprimido mis ataques de pánico y la desmedida ansiedad que me acechaba, como una forma de introducirme en los extraños vericuetos de esta nueva consciencia que me habitaba. O al menos, así lo suponía.
Reflexioné mucho dentro del vehículo que atravesaba los largos kilómetros que me separaban de mi ciudad natal, sobre todo en esa mañana atestada de neblina ácida. Me desesperaba dentro de ese supositorio de fierros y combustible, el cual era lubricado por la mecánica diaria del aterrador desplazamiento humano. Con mucha dificultad logré abrir una pequeña ventana, dura y esquiva, ganándome la reprobación de la mayoría de los pasajeros. Y aunque todo era mental, el sudor que recorría mi espalda volviéndome vulnerable, me hacía sentir como el recién nacido que alguna vez fui. Pero el aire frío me relajaba, graduando mis excesivas palpitaciones hasta una sensación de ternura, que dejaba como algodón de azúcar mis piernas temblorosas. No era la primera vez que veía cosas desde otro prisma, donde agregaba o restaba líneas al plano de realidad asistido. Pero en esta oportunidad todo era diferente, porque tenía un público ahíto, donde los ojos extranjeros hacían percatarme de lo frágil que puede volverse la consciencia ante lo aparente. Y ahora vislumbraba la verdadera profundidad de ciertas cosas, cuestiones que en aquellos instantes daba por sentadas.
Me di cuenta de que con el poder de los salares lograría hacer aparecer lo que estaba extinto en nuestro planeta. Comencé con ciertos animales, como tigres albinos, con los que había soñado hace un par de noches. Luego pensé en montañas, que habían sido arrasadas por la minería extractivista. Y guiado por mis amistades, proyecté agua, mucha agua, toneladas de este elemento; que podían ser acumuladas en grandes extensiones de terreno, y que podrían volver a la vida este planeta desecado. Aún no salía de mi asombro cuando me di cuenta de que esta cualidad innata no sólo residía en mis fantasías, sino que podía abrir los ojos y manipular las moléculas, convertirme en un alquimista y potenciar la salvación de cierta porción de la humanidad.
Arriba de la nave que me empujaba fuera de la atmósfera terrestre, las sensaciones se agudizaban, sobre todo pensando en la cantidad desbordada de enteógenos que había consumido. Pero veía la esfera e intuía que podría hacer algo.
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