La filósofa moderna Margaret Cavendish tiene un poema titulado Diálogo entre un árbol y un leñador, en el cual expresa de manera metafórica lo que está aconteciendo en su época: la conversión de la naturaleza en mera materia prima. La devastación que los humanos realizaron sobre su medio ambiente en la modernidad no tiene precedentes, aunque ya en la antigüedad existieron civilizaciones que destruyeron su entorno por el tipo de agricultura practicado (al menos tenemos indicios sólidos al respecto). Por ello, si bien la causa directa del desastre ecológico en la que nos encontramos sumergidos a escala global y local, evidentemente es la modernidad y su ideal de dominación, así como el desarrollo tecnocientífico que acompaña al “progreso” capitalista, ésta no es la única causa. Françoise d’Eaubonne lo sintetiza de excelente manera: el capitalismo no es más que la última faceta de una larga lucha que la humanidad emprendió contra la naturaleza1. Pero las devastadoras consecuencias del desencantamiento de la naturaleza, su dominio y explotación desmedida, son el desafío de nuestra época. Este es un problema tan complejo como enmarañado y por ello se requiere de una ecosofía, pues su solución no pasa únicamente por cuestiones técnicas y científicas (aunque también hay una relación), ni es un problema exclusivo del capitalismo (aunque éste sea el responsable directo de la catástrofe), pues el productivismo y la explotación indiscriminada de los recursos también es posible en un modelo económico donde los medios de producción sean colectivos (como también lo señaló la citada fundadora del ecofeminismo) y también es mentira que nuestra subjetividad no tenga nada que ver: nuestra psique también está en disputa, así como nuestros comportamientos y hábitos, tiene también un impacto, aunque globalmente hablando, su peso es menor. Como lo señala Guattari en sus Tres ecologías: lo medioambiental y lo ecosistémico modifican lo social y lo psíquico y esto en todas las direcciones: lo social también modifica lo psíquico y lo medioambiental, así como lo psíquico modifica lo medioambiental y lo social. La destrucción de la naturaleza no es una mera abstracción que acontezca en un mundo ajeno al nuestro, gobernado sólo por los intereses del gran capital y los intereses geopolíticos de las grandes potencias, sino que tiene también una realización, una concreción y una encarnación en nuestros hábitos de consumo, nuestras maneras de comportarnos y relacionarnos con nosotros mismos y con los demás, en nuestros estilos de vida individual y colectivos. Lo que es más, también tiene que ver con el deseo y el modo en que se producen las subjetividades o, para decirlo de manera más clásica, la destrucción del medio ambiente y de los ecosistemas pasa también por el dominio y control de nuestras almas. De ahí la necesidad de la ecosofía. Sabemos de la crisis climática ante la que nos enfrentamos, sabemos que estamos en una situación bastante desfavorable y con pronóstico reservado; en el peor de los casos, estamos asistiendo a la extinción de la especie e incluso, en uno menos apocalíptico, ya estamos padeciendo la escasez de agua, alimentos, sequías constantes, etc., mismas que se irán agravando todavía más año tras año. Se habla mucho al respecto y, al mismo tiempo, se evade la realidad, pues sabemos que la mayor responsabilidad recae en las transnacionales, el gran capital, los gobiernos. Sin embargo, nosotros también somos parte de este mundo, de sus estructuras, instituciones, transacciones comerciales, etc. Uno de los mitos más dañinos ha sido el creernos separados del mundo de la naturaleza, el considerarnos como independientes de él, como pertenecientes a un reino que está más allá, un reino cultural o espiritual que está “en otro lugar”. Asimismo debemos hacernos conscientes de que no somos componentes aislados de este modo de producción económico, social e individual, sino que somos partes integradas que interactúan al interior y le dan vida a esas estructuras; lo que es más: no somos meros pacientes que sufren las consecuencias, sino agentes que modifican la red a la que pertenecen. Desde luego que la solución no pasa por los actos heroicos de una subjetividad aislada, pero tampoco depende exclusivamente de modificaciones estructurales de las instituciones, o exclusivamente de cambios en los modos de producción porque, por ejemplo, bien podemos imaginar que la refresquera más grande se convierte en cooperativa y, sin embargo, sigue produciendo exactamente lo mismo y de la misma manera contaminante. Por eso tenemos que empezar a entender que la respuesta a este desafío pasa por distintos estratos y escalas medioambientales, sociales y subjetivas, y siempre es una respuesta situada en contextos concretos y específicos.
Y no se trata de lavar la cara de las corporaciones explotadoras tanto del medioambiente como de la fuerza de trabajo, ni tampoco se trata de exculpar a los gobiernos. Claro que los mayores responsables de la catástrofe son las grandes empresas contaminantes y los países más desarrollados, que son los que más contaminan si lo ponemos en términos per cápita. El planeta no tendrá sostenibilidad futura para nuestra especie si todos aspiramos a vivir como un ciudadano promedio estadounidense o alemán o francés o canadiense, por más que muchas de esas naciones se presenten como ecológicas y se quieran vender como la vanguardia de la lucha contra el cambio climático2. Incluso a pesar de los bellos bosques que tienen o de los envidiables sistemas de reciclaje o la extraordinaria infraestructura para moverse en transporte público o en bicicleta. Desde luego que varias de esas acciones debiéramos de implementarlas en nuestro contexto con las respectivas adaptaciones necesarias, pero es ingenuidad o ceguera o, cuando menos, ignorancia, creer que con eso basta.
El problema ecológico y medioambiental se relaciona, en primer lugar, con el modo en que producimos, intercambios y distribuimos tanto el trabajo como los productos, pero –y este es el meollo del asunto– no sólo tiene que ver con esto, de ahí que sea tan complejo, porque también está en relación con la conquista de nuestra subjetividad, de nuestras distintas escalas de colectividades (amistades, familias, barrios, instituciones, escuelas, etc.), de los relatos dominantes, de nuestro deseo y de los mecanismos de subjetivación. El deseo de alguien de comprarse un coche nuevo o de viajar en un crucero alrededor del mundo son ya la expresión de ese campo de disputa en el que se impone el engranaje ecocida en el que estamos envueltos.
Por supuesto que el sistema capitalista tal como lo conocemos no es compatible con una vida ecológica y sostenible; sin embargo y como ya se mencionó, no se trata tampoco de cuestiones exclusivamente económicas, como tampoco de cuestiones meramente científicas y tecnológicas. Pero, y esto es lo que quiere resaltar este texto, el peso del cambio individual y colectivo que está en nuestras manos es mucho mayor del que nos imaginamos. Negarse a ver esto es justo lo que quiere el status quo, para el cual tanto el pesimismo, el nihilismo y el conformismo son aliados. Aunque tampoco se trata, como ya se dijo, de librar de responsabilidad a los mayores culpables, más bien de lo que se trata es de hacernos plenamente responsables de aquello que a cada quien corresponde, primero, de manera individual, después a distintas escalas colectivas.
Lo mejor del asunto es que no tenemos que innovar nada, pues el camino ya está trazado y es tangible en los proyectos agroecológicos exitosos que son el modelo a seguir y de donde podemos aprender a vivir de otra manera, es decir, a producir de otra manera y a intercambiar de otra manera y esto no como mera especulación sino como realización efectiva de una nueva manera de organizarse. Debemos de inspirarnos de esos modelos de luchas agroecológicas concretas, ni siquiera tenemos que inventar nada extraordinario, sino aprender a implementar lo aprendido, según nuestro contexto y nuestras posibilidades, las cuales, por lo demás, se van constantemente modificando conforme uno se adentra en el asunto. Además, sin necesidad de estar esperando la salvación en una posible revolución que cambiara de tajo la situación y las circunstancias; lo que es más, el cambio político deseable sólo puede ser pensado como resultado del crecimiento, florecimiento, multiplicación e interconexión de proyectos agroecológicos concretos en donde se ofrecen respuestas viables y específicas a los problemas de la explotación de la naturaleza y del humano.
Cada acto cuenta, aunque su peso sea mínimo, pero puede ser potencializado si hay, primero, colectividades enteras y, después, generaciones enteras de esas colectividades encaminadas en esa dirección y con ese estilo de vida; como dice la permacultura, el asunto está en “si se quiere ser parte del problema o parte de la solución”, no hay más. Se ha puesto muy de moda esa frase de Slavoj Žižek de que “es más fácil pensar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. Creo que esto se aplica sólo a la población que –independientemente de la razón que sea– desconoce los proyectos agroecológicos que existen. Ellos son la concretización y realización de ese otro mundo, ni siquiera hace falta ser capaz de imaginarlo o soñarlo, simplemente basta conocerlo e integrarse a él de las maneras que estén a nuestro alcance.
Tomemos un ejemplos concreto que puede ilustrar de mejor manera lo que aquí pretendo señalar: 1) En el problema de la hambruna y la pobreza alimentaria podemos claramente ver que no se trata de cuestiones meramente científicas, técnicas o económicas: sino también sociales, espirituales, individuales, ecosistémicas y medioambientales; y todo esto mezclado en un enmarañado en el que cualquier cambio en alguno de los componentes modifica a todos los demás y viceversa, aunque el grado de impacto que tiene depende del lugar que ocupa en la red y del peso que los agentes que la implementan tienen en ella. Que no tiene que ver meramente con cuestiones técnicas y científicas, sino que las mismas prácticas tecnocientíficas ya están acaparadas en su mayoría por esos mismos poderes responsables de la destrucción de los ecosistemas, se hace patente cuando imaginamos un escenario en donde se logra producir diez veces más alimento en la misma superficie de tierra y con menos insumos, incluyendo en ellos el agua, pero produciendo de la misma manera que en la actualidad lo hacemos. Esto es lo que nos promete la agroindustria y nos dice que tiene que ver con el desarrollo de nuevas tecnologías, por ejemplo, semillas genéticamente modificadas cada vez más resistentes a las plagas, a las sequías, a las condiciones extremas, así como cada vez más productivas con menos recursos. Esto, desde luego, acompañado de los fertilizantes de última generación y todo el séquito que los acompaña: herbicidas, pesticidas, fungicidas. E imaginemos el mejor escenario posible dentro de ese modo de hacer ecocida: diez veces más de producción con la mitad de entrantes y, por ende, contaminando la mitad de lo que actualmente contamina la agroindustria. Pues bien, el resultado sería el mismo o quizá mucho peor del que tenemos ahora, es decir, ni se terminarían la hambruna y la pobreza alimentaria en el mundo, ni se mejorarían significativamente las condiciones ecosistémicas, no se reducirían significativamente las emisiones de dióxido de carbono ni se dejarían de contaminar los mantos acuíferos, no habría una menor degradación del suelo ni tampoco se repartiría la riqueza de mejor manera. Lo que pasaría es que las acciones de Bayer-Monsanto aumentarían de manera muy significativa en precio, los dividendos que reparten a los accionistas también, así como los sueldos de sus administradores de altos rangos, CEOs y demás, mientras, desde luego, los salarios de sus intendentes seguirán siendo los más bajos posibles. Incluso podría ser contraproducente porque su avance tecnológico podría aumentar todavía más su capacidad de influir en gobiernos locales, de monopolizar de mejor manera los mercados tanto de la producción de semillas y alimentos como de su distribución, de homogeneizar las dietas, las variedades y las especies de plantas que se producen y consumen, lo que reduce la tan importante variedad genética de las semillas locales. Por ello la primera gran lección de la ecosofía es que la solución de la destrucción del medioambiente, los ecosistemas y la naturaleza3 no pasa por un invención renovadora que venga del ámbito tecnológico y científico tal como lo conocemos, sino que, incluso en algunos escenarios, la supuesta solución sería más dañina. Y esto porque tenemos que pensar en la interconexión de todos los componentes y no en pensarlos de manera aislada, así como un bosque no es una suma de árboles aislados, sino el resultado de un proceso de sucesión vegetal en el cual interactúan, se interconectan y se interrelacionan plantas, bacterias, microorganismos, insectos, arácnidos, animales, etc., en distintos tiempos y espacios (justamente eso quiere decir sucesión vegetal). Al bosque lo componen tanto las micorrizas, como las bacterias, los insectos, las plantas coberteras, las enredaderas, los arbustos, etc. Sólo los bosques de los ingenieros agroforestales más clásicos – tipos de bosque que predominan en Europa– son un mero conjunto casi monocultivo de un par de especies dominantes, pero estos, sensu stricto, no son bosques y no deberíamos llamarlos así. Por ello la solución va en otra dirección y se realiza de otra manera, una manera en la cual nosotros podemos colaborar activamente. ¿Cómo empezar? Conociendo los proyectos locales cercanos a nuestro espacio geográfico y al ecosistema específico en el que habitamos. Menciono aquí aquellos de los que más conocimiento tengo: la Cooperativa las Cañadas en Huatusco Veracruz, la Granja San Isidro en Tlaxcala, Granja Tequio en Tenextepec, Puebla, Granja la Tierra en la Ciudad de Puebla, y el Mercado Alternativo también de esa misma ciudad.
Notas al pie:
1. Cfr. D’Eaubonne, Françosie. Écologie, féminisme: Révolution ou mutation? Paris: Les Éditions ATP, 1978
2. Si lo medimos en términos per cápita, China contamina menos que la Unión Europea, sin que por ello se pretenda aquí idealizar o romantizar el modelo de la potencia asiática, el cual, por lo demás, también es altamente contaminante. Si lo menciono es para poner el panorama tal cual es: Alemania, per cápita, contamina más que China, pues el primero tiene apenas una población de ochenta millones y el segundo uno de mil quinientos millones. Así que me parece importante también señalar aquí la ya conocida hipocresía occidental, que muchas veces sólo nos vende humo.
3. Y no es mejor juego de palabras: en el trasfondo de nuestras investigaciones estamos haciendo una distinción conceptual un tanto rigurosa entre medioambiente, ecosistema y naturaleza, así de cómo es que se relacionan. No desconocemos la distinción y hasta la disputa, en términos intelectuales, entre las teorías defensoras de la naturaleza frente al medioambiente y hasta la contradicción que implica. Pero estas disputas están enraizadas, al menos en su mayoría, en dualismos que deben ser superados.
Bibliografía:
- D’Eaubonne, Françoise (1978). Ecologie. Feminisme: Revolution ou Moutation? Paris: Editions A.T.P.
- Guatarri, Félix (1989). Les trois écologies. Paris: Éditions Galilée.
- Löwy, Michael, Ecosocialismo. La alternativa radical a la catástrofe ecológica capitalista. Paris: Editions Mille et une nuits, 2012.
- Molison, Bill et Slay, Reny Mia (2000). Introduction to Permaculture. Tasmania: Tagari Publications.
- Puelo, Alicia H. (2011). Ecofeminismo para otro mundo posible. Madrid: Editorial Cátedra.
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