Dos ecos de Frankenstein en el Cli-Fi de aquí y de allá

Héctor Sapiña Flores

Si en la juventud de nuestros abuelos –y quizá todavía de nuestros padres–, un telegrama del futuro les hubiera informado que algún día todos los habitantes del mundo compartirían las mismas preocupaciones, seguramente lo habrían tomado con optimismo. Tal vez una promesa de triunfo democrático. (No todos…algún sospechoso habría visto ahí una advertencia de distopía.) Ya entrados en el Antropoceno, acostumbrados a los Estados fallidos y más cerca del escenario apocalíptico, compartir preocupaciones con el mundo es un mal síntoma:

En lugar de que el diálogo intercultural surgiera de un genuino interés por el otro, ha sido consecuencia forzada de las varias caras del colonialismo. Y en lugar de que la cooperación (internacional, interorganizacional y otros inter) fuera herramienta para un programa de beneficio transversal utópico, se ha utilizado como medida emergente para proteger los intereses de la hegemonía o, desde el otro lado, para resistirse a ellos.

La llamada Cli-Fi nace en este clima (literalmente). Como lo sugiere el compuesto de apócopes, se trata de ficciones que manifiestan alguna veta de la actual crisis socioecosistémica. Aunque el término podría abarcar varios tipos de relato, en la mayoría de los casos se asume como una de las ramas contemporáneas de la ciencia ficción, de ahí el vínculo fonético con el término Sci-Fi.

Lejos de intentar una crónica o una entrada enciclopédica sobre el desarrollo de este subgénero recién consolidado –labor que otros han desempeñado mejor y podemos encontrar con facilidad en la web–, para ilustrar algunas de las inquietudes comunes en diferentes puntos de la tropósfera, comparto apuntes breves sobre dos cuentos: uno latinoamericano (aquí) y uno asiático (allá).

Hace poco descubrí que comparto el mismo sentido de responsabilidad que un tlacuache. En el cuento “Prometeo con carita felizツ” de Daniela L. Guzmán, uno de estos marsupiales sonrientes viaja con Armando, el último jaguar, y le cuenta que durante sus andanzas por la ciudad dio con varios libros de mitos mesoamericanos donde se cuenta cómo su especie hurtó el fuego del viejo guardián y se lo entregó a los humanos. [Aquí, por cierto, se alude a un saber más o menos generalizado en la CDMX: en Ciudad Universitaria hay tlacuaches por doquier, muchas veces se acuestan sobre los proyectores de los salones de clase porque los sienten calientitos, incluso si un docente está dictando cátedra. Se dice que las zarigüeyas chilangas son las estudiantes más aplicadas.] Desde aquel descubrimiento, el tlacuache Tsu (del caracter silábico japonésツ) se siente terriblemente culpable, pues en sus propias palabras “el humano tiene tecnología muy avanzada, pero psíquicamente es un puberto. Un adolescente que no sabe manejar, pero tiene un Ferrari […] un tlacuache se robó las llaves y le dijo: ‘Toma, primate altanero, tú conduce’”.

Armando, solitario como cualquier jaguar, más aún por ser el último de su especie, intenta persuadirlo de que no es culpa de él, sino de algún tlacuache hace varios siglos. Pero Tsu no reconoce la individualidad, antes de ser Tsu, es un tlacuache. Y sobre él pesan las decisiones de sus antepasados, incluso si entre ellos no se pasa la memoria de una generación a otra.

Así nada más contado, uno escucha “animales parlantes” y piensa en las fábulas clásicas o películas animadas con pandas que practican artes marciales y peces payaso buscando a sus hijos. Desde luego también vienen a la mente los mitos. Pero el cuento de Guzmán es un diálogo sobre dos sujetos al borde del fin de todas las cosas [y, lo mismo, acumula las lágrimas en el hueco de la garganta]. Dos sujetos que ni siquiera nos culpan de haberlos orillado a esa circunstancia, pues descubren en nosotros el mismo sentido de la culpa.

Varias veces, en conversaciones he expresado que me pesan los errores acumulados por la humanidad. Me enojan, pero ante todo me pesan. Sin ser muy severos, suelen insinuarme que resulta un poco dogmático y me acusan sutilmente de extender la idea del pecado original a términos materialistas. No soy filósofo, ni sé de ética, pero cuando leí a Bajtín sentí un poco de consuelo, el mismo que ahora me brinda el tlacuache Tsu: hay errores que no son nuestros, pero nacemos responsables de ellos. Gracias a los últimos esfuerzos de Armando, el tlacuache del cuento pasa de la culpa al acto consciente. Es decir, toma responsabilidad de lo que le ha sido dado. Todo como resultado del diálogo interespecie.

Lo escribiré como sinopsis de Netflix porque suena un poco raro y quizá sea una buena forma de motivar la curiosidad…o la risa: “Un extraño ejemplar de una especie mamífera alterada en laboratorio conoce al fantasma de Laika, la primera perra en el espacio, y un robot explorador en la superficie de Marte…”. Es la trama del cuento “화성의 아이” (“Hijo/a de Marte”) de la escritora coreana Kim Seong Joong. Pese a lo extraño de la situación, el cuento pronto deriva en un problema bastante serio: ¿qué son esas entidades creadas o modificadas en los laboratorios? Allá, lejos, en otro planeta, sin noticia sobre los humanos, la protagonista se pregunta varias veces: “¿Qué soy?” La perra lo tiene claro y, tras siglos de vagar por el espacio, ha tenido tiempo de descubrirse fastidiada por la cultura humana, aunque la conoce a profundidad: ha leído a Dante y ha escuchado a Bowie. El robot, que antes tenía un gemelo, estaba programado para registrar todo hallazgo, pero incomunicado desde muchos años atrás, se ve obligado a preguntarse qué sentido tiene su existencia si su propósito exploratorio ha expirado.

De nuevo, una cuestión de responsabilidad dirigida al lector: ¿quién rinde cuentas por los hijos que los humanos vamos abandonando a lo largo del camino? En orden crono-antropológico: la domesticación, la experimentación biológica y la tecnología autómata con inteligencia “artificial”. A las criaturas del cuento, Kim Seong Joong añade otro problema típico de la preocupación ontológica de la ciencia ficción: al parecer transmitimos la sensación de incompletud a todas nuestras creaciones. La primera evidencia es el arte.

Sin spoilear mucho [pero sí un poco] la respuesta que dan los personajes a las dos preguntas es: nadie rinde cuentas por los errores heredados, pero se resuelven en comunidad. Las tres hijas de la humanidad (porque el robot en algún momento es asumido como una mujer por sus compañeras), aunque distintas en su naturaleza primaria, construyen un lazo ante el inminente nacimiento de un hijo. Arrojadas al mundo por los hombres, no queda más que reproducir las condiciones para la vida en un entorno inhóspito. Pero, ¿qué tanto influye en este desenlace la necesidad de inventar un consuelo?

¿Cuál es la función de la Cli-Fi, entonces? ¿Es un espacio para imaginar alternativas o para reconocer que es demasiado tarde?

*Imagénes por @caktus_digital 

*Las opiniones expresadas en nuestras publicaciones son responsabilidad exclusiva de sus autores y no pretenden reflejar ni representar el pensamiento y la posición ideológica de Proyecto Tropósfera. 

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Autor(a)

  • Héctor Sapiña Flores

    Licenciado en Lengua y Literatura Hispánicas por la UNAM. Actualmente estudia las maestrías en Letras Mexicanas (UNAM) y en Comunicación (UACH). Profesor de Teoría de los Medios y Narratología en la Universidad Rosario Castellanos.

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